Vivir juntos no fue la mejor idea. A sus 56 años carecía de la fortaleza de
su juventud, de aquella que la mantuvo viva después de la muerte de su esposo,
a los 23 años. Sus manos crepés y suaves que antes brindaron esperanzas en el
hospital ahora son perfectas sólo para acariciar a sus nietos, nietos que nunca
tendrá.
Muchos piensan que la soledad la obligó a elegir a ese pomposo varón, gran
biólogo y coleccionista de arte con una pequeña gran fijación por el whisky,
para intentar revivir la experiencia de la felicidad común. Y otros tantos
concuerdan que cuando se dio cuenta de lo inútil que fue ese matrimonio –sin
hablar del inútil marido- no tuvo una
salida diferente.
Desde aquel aborto, 3 meses después de fallecido él, se prometió no volver
a enamorar a otro hombre ni dejarse seducir por alguna clase de encanto.
Quienes la conocieron, olvidaron gradualmente que alguna vez existió una
delgada y apiñonada mujer con alma cálida y labios azules durante invierno; a
decir verdad, olvidaron cada parte de su ser, pensar que se volvió fantasma es
dejar incompleta su descripción. Se mudó entonces a un pequeño pueblo de algún
lugar del sureste, vivió alejada, en silencio, cosechando una huerta y viviendo
de lo que alguna vez perteneció a ella y a su joven marido.
Ocurrió entonces, una noche, que una yunta de bueyes salió del corral
motivada por las travesuras de unos jóvenes, arrasaron con la fuente del pueblo
y dañaron algunas casas. Instintivamente Isabela salió de su morada de caña y
piedra y vio como un niño de ojos color miel fue embestido. Desesperada corrió
hacia él, lo levantó e inútilmente le suplicó despertar. Quienes la vieron
notaron en ella una tristeza profunda, y se asustaron. Al día siguiente huyó
del pueblo, viajó a la sierra y vivió no sé cómo ni con qué durante dos meses
hasta que regresó a la ciudad, a la casa que fue de ella y de su marido, de
ojos color miel.
Movida más por querer romper la rutina que por la curiosidad, pues cabe
aclarar que no tenía interés en retomar su profesión, ingresó como enfermera en
una clínica, donde destacó por su disciplina y gran concentración y por el buen
trato a los miles de pacientes que atendió durante 25 años; pero también por la
frialdad y la apatía a cualquiera que cruzara una palabra o un gesto con su
rostro de piedra y plata.
Una semana antes de la jubilación, conoció a John, un inglés apuesto,
maduro y de mirada imponente que llegó a la clínica por un accidente con el
retrete. Como era costumbre, Isabela lo trató con gran amabilidad, él intentó
en vano agradecer su generosidad ofreciendo una cena, luego un café y terminó
mendigando una charla que terminó en un “regrese a cita dentro de dos semanas
para evaluar su desgarre señor Tyler”.
Al día siguiente, un ramo de rosas rojas y blancas la esperaba en su silla
de costumbre; “gracias, espero tenga una linda semana. John”, recitaba la
tarjeta. Al día siguiente, una caja de chocolates franceses apareció en el
mismo lugar, “espero no sea diabética, coma los blancos primero y después los
oscuros, los disfrutará más. John”. El tercer día, una hermosa miniatura en
acuarela de una pareja de pinzones recitaba la leyenda “soy biólogo, por si lo
preguntabas, mi pasión es la naturaleza y en ti observo una muy especial y
hermosa”. El sexto día, pues los dos anteriores fueron su descanso, una tarjeta
negra reposaba sobre una peineta de plata y esta sobre una botella de whiskey
donde en su base “por si acostumbras tomar un trago antes de dormir”, recitaba
en tinta azúl; la tarjeta tenía dentro un boleto en color oro y otra tarjeta,
“tienes muy buenas amigas, paso mañana a las 8 a tu casa. Cuando termine tu
turno, ve a la tienda que está en la esquina y pide lo que encargué para ti.
John.”
Movida más por querer romper la rutina que por la curiosidad, pues cabe
aclarar que no tenía interés en este hombre aunque los chocolates con whiskey le
causaron gran placer, usó el vestido rojinegro y la peineta de plata y estuvo
lista a las ocho menos quince. El lugar tenía aires coloniales, el whisky y el
coñac dominaban el ambiente y la prepotencia se sentía en el aire. “Tienes algo
que me atrapó desde que te vi, algo que me pide pasar contigo el resto de mi
vida. Ven, debes ver la noche desde el balcón, la luna pide tu sonrisa, las
estrellas quieren ser testigos de mi deseo de hacer feliz a tu alma”, ella dio
una risa tímida que él interpretó como aceptación cuando realmente fue sarcasmo
lo que emitió su mente por la ausencia de alma, y de corazón. Movida más por
querer romper la rutina que por la curiosidad, pues cabe aclarar que no tenía
interés en este hombre aunque los chocolates con whiskey le causaban gran
placer, se casó con él una semana después.
Para todos, excepto para ella, fue una boda de ensueño. Ella 56, él 59.
Ella con cuerpo fuerte, él con hipertensión. Ella piedra cuarteada, él mortal
con ideas de inmortalidad. Ambos sin un hijo. Ambos sin un nieto. Ambos vivían
en soledad.
No era el hombre que aparentaba con las rosas y los chocolates, pero a ella
no le importó, no esperaba nada, no le sorprendieron las visitas hasta tarde de
sus “colegas científicos” ni las borracheras. Pero no soportó que la golpeara.
Era medio día, decidió tomar el sol en el jardín de la casa de su nuevo marido,
pensaba qué hacer ya jubilada y ya habiendo redecorado la pequeña mansión. “¿No
te parece que eres muy fría?, así no eras antes”, dijo él con rastros de
resaca. “Siempre he sido así”, le respondió y un segundo después sintió una
cachetada que le hizo perder el sol. Lo miró, retándolo. “¿Te gustó? ¿Quieres
otra?”, y levantó la mano contra ella, un error. Vio en él el puñal que
arrebató la vida tres décadas antes al amor de su vida y se lanzó contra él, lo
tiró en el suelo, tomó una pala que usaba en la huerta de la casa, pequeña
costumbre que se transformó en manía, y lo golpeó tres veces en la cabeza. Dos
días después fue procesada por homicidio, no intentó mostrar el acto como
defensa propia o siquiera protestar, ya lo había hecho toda su vida, estaba
cansada de defenderse a la vida a diario. Movida más por querer romper la
rutina que por la curiosidad, pues cabe aclarar que no tenía interés en estar
dentro o fuera de la celda, simplemente se suicidó.