Creo Maya

Creo Maya
Nada mejor para representar la falta de una imagen apropiada

viernes, 17 de febrero de 2012

Sin título 1


Cabello relativamente largo para el uso masculino, más fleco largo, lacio y acomodado para cubrir el ojo izquierdo; vestimenta negra, pantalón entubado, tenis converse gastados; marcas de cicatriz en los brazos, perforaciones en oreja, ceja y labio; mueca de disgusto, ceño fruncido, maños en los bolsillos. Así es un emo, bueno, peor aún, así es un emo en día de San Valentín.
   Reprimidos, tristes, con gustos considerados raros y una forma de amar muy peculiar, sin mencionar su aversión a lo cursi, a lo rosa, a lo suave, a lo dulce, al “te amo” y a los abrazos de esos que trasmiten cariño, el 14 de febrero puede ser un día realmente aterrados para estos sujetos, más aún de lo que para nosotros fue alguna vez el coco.
   Incomprendidos, serios, aislados; no es buena combinación ante una festividad de abrazos y regalos, de besos y palabras bonitas. Sin embargo no todo puede ser malo para un emo, pues entre ese atole de amor en el ambiente puede ser fácilmente notorio un hueco de repulsión. Dos huecos pueden encontrarse, de dos huecos detectados puede surgir un amor. No es un amor color de rosa el que una pareja emo puede formar, pero sí un amor que puedan sentir, comprender y compartir. Todo observando los lugares donde el tonto y cursi amor no pudo llegar.

   Y así el amor de “cosita”, “mi vida”, “mi cielo” y “mi luz” es remplazado por uno de “sí”, “si quieres”, “qué triste” y “gravemos nuestros nombres con navajas”. Un amor diferente, pero un amor, donde el mundo no puede dominar, donde ellos hacen su mundo, donde si es necesario firmarán un pacto –no matrimonial- para unir sus vidas más allá de la muerte firmando con una daga, el uno al otro, su par de muñecas.

lunes, 13 de febrero de 2012

Sentimientos de un ciruelo


Soy el único árbol que puede pensar, o eso creo. Pero no puedo moverme, no puedo hablar, nunca pude decir que te amo…

   Era un brote que comenzaba a salir de la tierra, luché con la grava del suelo para alcanzar el sol, y te vi. Tu cabello chocolate tomó un brillo especial bajo el sol, ¿cuántos años tenías?, ¿tres, cuatro?

   Mi tierno tronco comenzó a alargarse y luché con toda mi fuerza en alcanzar tu ventana, mientras cada mañana te contemplaba al jugar en el jardín con tu triciclo rosado que adornabas con flores y ese botecito de plástico que para ti era bolso, carrito de super, colector de estrellas y peldaño donde lucías la belleza de tu voz. Me fui enamorando más de ti, me perdí en tus ojos verdes cuales, debo admitir, eran más hermosos que mis hojitas más lisas y tiernas.

   Ambos crecíamos y llegó el día en que me notaste como algo más que un árbol que por accidente creció junto a la cerca. Tenías ya 10 años. Eras hermosa. Recuerdo como mis pequeñas ciruelas me ponían triste al morir, no era tiempo que maduraran. Más ese día lo hicieron, mi primera ciruela fue para ti; aún recuerdo esos ojos, esa mueca de felicidad descontrolada. Tomaste mi pequeño fruto, saltaste, corriste directo a la cocina y lo saboreaste sentada bajo los rayos del sol en tu pequeño botecito. Mi primer fruto, sólo para ti.
   Y así pasaron los meses, algunos años, mis ramas se asomaban ya a tu ventana y custodiaban tu sueño, mi ser producía tanto fruto y mi tronco se erizaba de amor cuando lo colocabas en tu canastita imaginaria que formaba ese botecito. Te convertiste en poco tiempo en una señorita, amaba tu rostro tierno, tan hermoso que jamás necesitaste maquillaje. Me cuidabas tan bien, me podabas con una suavidad que bloqueaba el dolor de las tijeras, me cuidaste incluso de los pulgones que intentaron devorarme. Eras única.
   Conocí a tus amigas y también les di sombra y fruto, sentí las lágrimas que derramaste en mi tronco gracias a los patanes que te hicieron daño. Siempre estuve ahí para ti. Nunca te dejé sola.
   No te mentiré. El día de tu boda me sentí morir, no era plaga lo que provocó la caída de mis hojas ni la rotura de mis ramas ni fue la causante que dejara de dar frutos, sólo fue la tristeza, la depresión. Pero entendí que él te hacía feliz, yo jamás podría hacerlo, sólo soy un árbol, un ciruelo, somos de naturaleza distinta y poseemos destinos paralelos.
   Lo que agradezco es que no me abandonaras, aún con tus dos hermosos pequeños siempre tuviste tiempo para mí; incluso fui más feliz. Atesoré tanto en mi médula-corazón esas sesiones de lectura, mis raíces se alegraban al oír sus angelicales risas, mis flores fructificaban más rápido al verlos correr, al sentirlos trepar sobre mí. Me hiciste sentir lleno. Los amé como ningún ser puede amar a otro.

   Entonces llegó el día. Beber para superar un desamor nunca es buena alternativa, tampoco lo es tomar una camioneta en ese estado y menos a la luz del día. El pequeño Carlos juntaba piedritas con el botecito que de niña tanto amaste. La camioneta se dirigió hacia él, rápido, peligroso. Por suerte yo estaba ahí, la camioneta colapso con mi fuerte pero viejo tronco, caí. Mis frutos rodaron por la acera, Carlitos soltó un grito de horror, saliste, quedaste atónita al ver mi tronco y ramas derrumbados en el jardín, no recuerdo haberte visto más triste; “amigo…” dijiste entre sollozos, tomaste una escoba y golpeaste inútilmente la camioneta conducida por un ebrio deprimido y ahora inconsciente. Recuerdo esa imagen última, ahora tú abrazando al pequeño Carlos, te veías tan hermosa, heredó tu cabello y la pequeña Rebeca se apropió de tus ojos, me diste las gracias por proteger al pequeño. Morí.

   Ahora sólo te pido que cuides al retoño que dejé, a esa semilla que Carlos plantó de una ciruela restante en la acera al hacerme leña para darme un descanso. Cuídalo, usa su sombra como si fuera la mía, come sus frutos con el mismo entusiasmo como el que un día comiste los míos. Nunca olvides que este árbol, el único en el mundo que pudo pensar, te amó incondicionalmente.