Soy el único árbol que puede pensar,
o eso creo. Pero no puedo moverme, no puedo hablar, nunca pude decir que te
amo…
Era un brote que comenzaba a salir de la tierra, luché con la grava del
suelo para alcanzar el sol, y te vi. Tu cabello chocolate tomó un brillo
especial bajo el sol, ¿cuántos años tenías?, ¿tres, cuatro?
Mi tierno tronco comenzó a alargarse y luché con toda mi fuerza en
alcanzar tu ventana, mientras cada mañana te contemplaba al jugar en el jardín
con tu triciclo rosado que adornabas con flores y ese botecito de plástico que
para ti era bolso, carrito de super,
colector de estrellas y peldaño donde lucías la belleza de tu voz. Me fui
enamorando más de ti, me perdí en tus ojos verdes cuales, debo admitir, eran
más hermosos que mis hojitas más lisas y tiernas.
Ambos crecíamos y llegó el día en que me notaste como algo más que un
árbol que por accidente creció junto a la cerca. Tenías ya 10 años. Eras
hermosa. Recuerdo como mis pequeñas ciruelas me ponían triste al morir, no era
tiempo que maduraran. Más ese día lo hicieron, mi primera ciruela fue para ti;
aún recuerdo esos ojos, esa mueca de felicidad descontrolada. Tomaste mi
pequeño fruto, saltaste, corriste directo a la cocina y lo saboreaste sentada
bajo los rayos del sol en tu pequeño botecito. Mi primer fruto, sólo para ti.
Y así pasaron los meses, algunos años, mis ramas se asomaban ya a tu ventana
y custodiaban tu sueño, mi ser producía tanto fruto y mi tronco se erizaba de
amor cuando lo colocabas en tu canastita imaginaria que formaba ese botecito.
Te convertiste en poco tiempo en una señorita, amaba tu rostro tierno, tan
hermoso que jamás necesitaste maquillaje. Me cuidabas tan bien, me podabas con
una suavidad que bloqueaba el dolor de las tijeras, me cuidaste incluso de los
pulgones que intentaron devorarme. Eras única.
Conocí a tus amigas y también les di sombra y fruto, sentí las lágrimas
que derramaste en mi tronco gracias a los patanes que te hicieron daño. Siempre
estuve ahí para ti. Nunca te dejé sola.
No te mentiré. El día de tu boda me sentí morir, no era plaga lo que
provocó la caída de mis hojas ni la rotura de mis ramas ni fue la causante que
dejara de dar frutos, sólo fue la tristeza, la depresión. Pero entendí que él
te hacía feliz, yo jamás podría hacerlo, sólo soy un árbol, un ciruelo, somos
de naturaleza distinta y poseemos destinos paralelos.
Lo que agradezco es que no me abandonaras, aún con tus dos hermosos
pequeños siempre tuviste tiempo para mí; incluso fui más feliz. Atesoré tanto
en mi médula-corazón esas sesiones de lectura, mis raíces se alegraban al oír
sus angelicales risas, mis flores fructificaban más rápido al verlos correr, al
sentirlos trepar sobre mí. Me hiciste sentir lleno. Los amé como ningún ser
puede amar a otro.
Entonces llegó el día. Beber para superar un desamor nunca es buena
alternativa, tampoco lo es tomar una camioneta en ese estado y menos a la luz
del día. El pequeño Carlos juntaba piedritas con el botecito que de niña tanto
amaste. La camioneta se dirigió hacia él, rápido, peligroso. Por suerte yo
estaba ahí, la camioneta colapso con mi fuerte pero viejo tronco, caí. Mis
frutos rodaron por la acera, Carlitos soltó un grito de horror, saliste,
quedaste atónita al ver mi tronco y ramas derrumbados en el jardín, no recuerdo
haberte visto más triste; “amigo…” dijiste entre sollozos, tomaste una escoba y
golpeaste inútilmente la camioneta conducida por un ebrio deprimido y ahora
inconsciente. Recuerdo esa imagen última, ahora tú abrazando al pequeño Carlos,
te veías tan hermosa, heredó tu cabello y la pequeña Rebeca se apropió de tus
ojos, me diste las gracias por proteger al pequeño. Morí.
Ahora sólo te pido que cuides al retoño que dejé, a esa semilla que
Carlos plantó de una ciruela restante en la acera al hacerme leña para darme un
descanso. Cuídalo, usa su sombra como si fuera la mía, come sus frutos con el
mismo entusiasmo como el que un día comiste los míos. Nunca olvides que este
árbol, el único en el mundo que pudo pensar, te amó incondicionalmente.