Cabello relativamente largo para el
uso masculino, más fleco largo, lacio y acomodado para cubrir el ojo izquierdo;
vestimenta negra, pantalón entubado, tenis converse
gastados; marcas de cicatriz en los brazos, perforaciones en oreja, ceja y
labio; mueca de disgusto, ceño fruncido, maños en los bolsillos. Así es un emo,
bueno, peor aún, así es un emo en día de San Valentín.
Reprimidos, tristes, con gustos considerados raros y una forma de amar
muy peculiar, sin mencionar su aversión a lo cursi, a lo rosa, a lo suave, a lo
dulce, al “te amo” y a los abrazos de esos que trasmiten cariño, el 14 de
febrero puede ser un día realmente aterrados para estos sujetos, más aún de lo
que para nosotros fue alguna vez el coco.
Incomprendidos, serios, aislados; no es buena combinación ante una
festividad de abrazos y regalos, de besos y palabras bonitas. Sin embargo no
todo puede ser malo para un emo, pues entre ese atole de amor en el ambiente
puede ser fácilmente notorio un hueco de repulsión. Dos huecos pueden
encontrarse, de dos huecos detectados puede surgir un amor. No es un amor color
de rosa el que una pareja emo puede formar, pero sí un amor que puedan sentir,
comprender y compartir. Todo observando los lugares donde el tonto y cursi amor
no pudo
llegar.
Y así el amor de “cosita”, “mi vida”, “mi cielo” y “mi luz” es remplazado
por uno de “sí”, “si quieres”, “qué triste” y “gravemos nuestros nombres con
navajas”. Un amor diferente, pero un amor, donde el mundo no puede dominar,
donde ellos hacen su mundo, donde si es necesario firmarán un pacto –no
matrimonial- para unir sus vidas más allá de la muerte firmando con una daga,
el uno al otro, su par de muñecas.
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